viernes, 24 de octubre de 2008

La lección del antihumanismo

¿Hay que defender la persona!... Se convirtió en una consigna de los que propugnaban el libre mercado, los que separan la vida cotidiana de la política, del Estado y de la ciencia.
En los años sesenta y setenta del siglo pasado se produjo un ‘escándalo’ en el terreno cultural y político del mundo occidental, cuando se planteó la ‘muerte del hombre’. Idea ya formulada por el filósofo Federico Nietzsche a fines del siglo XIX. Muchos filósofos, científicos, periodistas, hombres de Estado y políticos se aliaron contra todos los que proclamaban esta muerte y su denuncia del humanismo moderno. Los llamaron irresponsables, nihilistas, amorales, insensibles. No escatimaron adjetivo alguno para perseguirles y acorralarles, para convertir cualquier asunto privado, de los pensadores ‘anti-humanistas’, en un mecanismo de escarnio y ajusticiamiento público, es decir, de persecución moral.
Lo que los pensadores de la ‘muerte del hombre’ desafiaron fue el mito moderno de la individualidad, base de las teorías políticas del Estado y de la propiedad privada, de los partidos políticos; mito que condujo a la humanidad a vivir el horror de los totalitarismos (nazi, fascista, nacional-católico, es decir, franquista). Los defensores del humanismo, sin saberlo, defendían los regímenes de la exclusión, de la muerte selectiva y de la infamia. Como lo decía el poeta Juan Gelman, el romántico es el torturador.
“El anti-humanismo no dudó en desafiar los poderes y combatir la mezquindad...”
Diseccionaron este mito al mostrar que el “hombre” es un ser histórico, esto es que sus ideas, pensamientos, modos de ver, sentir y hacer no tienen un “origen” en alguna naturaleza humana esencial aún no descubierta, o reducida simplemente a una toma de conciencia. Los pensadores del anti-humanismo teórico, como Althusser o Foucault, sostuvieron que el ‘hombre’ es un sujeto construido por el mundo de las prácticas, de los lenguajes y de las instituciones. La crítica, sostuvieron, no es un esclarecimiento de la conciencia, sino mostrar las formas como operan las distintas instituciones con sus mecanismos de poder con los que se racionaliza la vida de los hombres y de las mujeres.
Estos filósofos y sociólogos no dudaron en desafiar los poderes, en denunciar las injusticias y desigualdades, en combatir las mezquindades humanas.
Combatieron las exclusiones y los totalitarismo, no solo del Estado sino, ante todo, de la vida cotidiana, donde el cuerpo y la subjetividad, donde la creencia y la moral basados en unos supuestos universales humanos pueden ser vehículos de la destrucción sistemática de vida. Por ejemplo, el racismo, no es solo un pre-juicio, sino que fue y es un mecanismo de exclusión y de muerte, de silencio y de conversión de individuos en seres subhumanos, sin palabra; el racismo prevaleciente y silencioso mantiene en nuestro país esquemas de exclusión coloniales, donde el ‘otro’ es estigmatizado, excluido.
Los pensadores del anti-humanismo nos previnieron que defender la ‘persona’ puede ser una consigna que encubra el odio, el racismo y la ira de los que se ven a sí mismos como los ‘poderosos’, como la ‘elite’ económica, cultural o política.

Rafael Polo Bonilla
Docente universitario, columnista invitado
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La Universidad profunda

Si usted, mi lector o lectora, ha sido o es docente en una universidad pública, a lo mejor le ha tocado asistir al desvanecimiento por hambre de alguno/a de sus estudiantes. Esta servidora se estrenó en la cátedra con una experiencia como esa, en los años ‘80. A la sazón, la opción migratoria no era una solución masiva para aliviar la pobreza, pero la universidad era gratuita. Ahora, probablemente, quienes no pudieron superar los apremios socio-económicos, sencillamente, se quedaron fuera.
Por ello defiendo la gratuidad de la educación superior, en cumplimiento de lo que establece la Constitución 2008. Además, el régimen gratuito debe ser instituido de inmediato. Y, sin embargo, apurados por su realización, no podemos arriesgarnos a que las limitaciones conceptuales sobre lo que debería ser la universidad, así como las prácticas sociales (corporativas, autoritarias, discriminatorias) que la perjudican continúen estructurándola.
“¿En cuántas universidades del mundo existe una tolerancia tan elástica?
Hoy sabemos que el bajo rendimiento estudiantil puede deberse a: la desmotivación; una frágil formación anterior (frecuente analfabetismo funcional); a la pobreza y a calamidades domésticas. Las razones del decaimiento son pues diversas, escapando muchas veces a la voluntad de los/las estudiantes. Es indebido, por lo mismo, cargar exclusivamente sobre sus hombros el castigo por las deficientes respuestas al estímulo de las exigencias universitarias. El arrastre, tal como se lo pone en práctica (con tres matrículas) no es sino un estiramiento de la tolerancia hacia los bajos estándares académicos. ¿En cuántas universidades del mundo existe una tolerancia tan elástica? Asumo que en ninguna, siempre y cuando se aprecie la condición de centro de creación de pensamiento. Por lo tanto, debe haber un razonable límite a la condescendencia con la mediocridad de estudiantes, docentes y administradores; y, por cierto, del modelo universitario.
Las soluciones serán complejas, y la prioridad es desmontar las inequidades. Urge, entonces, la creación del Sistema Nacional de Educación con un eslabonamiento coherente de todos los niveles. Además, la planificación deberá contemplar el diseño adecuado de la profesionalización en sus niveles universitario y tecnológico, para que no se diga que la equidad consiste en el ingreso de “más estudiantes a la universidad y [que] haya que contratar más profesores”, como dijo en estos días un dirigente de la FEUE. Esa retórica es demagógica, amén de ‘inflacionaria’, porque mientras no se articule un sistema educativo más o menos armonioso y fundamentado en la investigación, lo que tendremos son: una deserción proporcional a la cantidad de estudiantes que ingresen y una universidad en retirada, del tercer nivel al tecnológico.
Conclusión: al tomar las decisiones estatales, se deberá considerar los orígenes sociales de la calidad académica y ofrecer todo tipo de asistencia a docentes-investigadores y estudiantes, inclusive la gratuidad de toda matrícula; claro, después de haber eliminado la tercera. Pues la desidia no puede erigirse en una suerte de inherencia del “carácter nacional”.
(Articulista del diario el Telégrafo Catalina León)