viernes, 15 de agosto de 2008

La quebrada del diablo

Jaime Galarza Zavala
Escritor, Premio Eugenio Espejo 2007
Fétida, terrorífica, tenebrosa corría por detrás del cementerio de Cuenca la Quebrada del Diablo.Allá en la Colonia, los españoles utilizaron ya este accidente natural como destino de los cadáveres malditos. Pero fueron sus descendientes, la aristocracia cuencana y los jerarcas de la Iglesia Católica, quienes hicieron de Supay Huaico, nombre indígena de la quebrada, un rincón del infierno. Ellos habían establecido un código propio de la Inquisición, según el cual los criminales y los herejes, los revolucionarios y los suicidas, carecían del derecho a cristiana sepultura: debían ser arrojados a la Quebrada del Diablo para iniciarse en el suplicio eterno..
Así, a Supay Huaico se arrojó el cadáver de Tiburcio Lucero, un indio ajusticiado en mérito a la acusación de parricidio, sentenciado sin defensa ni pruebas plenas, bajo el imperio del racismo. En medio del festín de las aves carroñeras, una hermosa mujer, la poeta quiteña Dolores Veintimilla, alzó su voz para protestar contra el ajusticiamiento, en conmovedora necrología que dio a la estampa. Allí condenó la vigencia de la pena de muerte.La osada y romántica poeta fue inmediatamente marcada por el índice del fanatismo, en que descollaron conocidos sacerdotes. Calumniada por bocas descompuestas que babeaban odio, impotente ante el cerco levantado en su contra, un día de 1857 se quitó la vida, cuando apenas tenía 28 años. . Su cadáver fue arrojado a Supay Huaico.
Años después, en la misma ciudad, en juicio infame fue sentenciado a muerte el joven héroe liberal Coronel Luis Vargas Torres, ejemplo de hombre y de revolucionario, quien había vendido todos sus bienes y entregado el producto a la causa. El 20 de Marzo de 1887 fue fusilado en la esquina del Parque Calderón donde hoy le rememora un monumento. Para el sangriento suceso fueron sacados todos los escolares a fin de que aprendieran cómo se mataba a los herejes. El cadáver de Vargas Torres fue igualmente arrojado a Supay Huaico. Un nuevo festín para las aves carroñeras, para el poder clerical-conservador causante de este crimen.
Hoy ese poder diabólico renace en el Ecuador, encubriéndose con la túnica de Cristo y el velo de María. Lo hace en el carro funeral del Opus Dei conducido por Antonio Arregui, arzobispo de los millonarios, al que acolitan el Alcalde Nebot, los Isaías, las viudas alegres de la Constituyente. La misión autoimpuesta es muy clara: ¡Señalar a los enemigos de la religión! ¡Perseguir a los impíos! ¡Revivir la pena de muerte para los herejes! ¡Resucitar la Quebrada del Diablo! Sólo que, para desencanto de la mafia patibularia, no estamos en la era de Supay Huaico. Este no es el siglo XIX sino el Siglo XXI, el siglo del despertar definitivo del Ecuador y de América Latina.

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