martes, 19 de agosto de 2008

Pare... yo me bajo aquí

Artículo escrito por YLONKA TILLERÍA
Usted espera el bus en una parada establecida para el transporte urbano, pues sabe con exactitud a qué hora pasará el bus que lo llevará a su destino. Conoce además que dentro del colectivo existen asientos preferenciales para adultos mayores, mujeres embarazadas, niños y niñas; allí, los menores de edad también tienen preferencia y no se los puede obligar a ocupar los rincones, pasar por debajo de los controles, o simplemente exigir que se levanten de su asiento por la mala cara de algún adulto. Usted viaja seguro porque las carreteras no son pistas de velocidad donde los choferes miden su “valentía” por llegar unos cuantos minutitos antes que el otro bus. Sabe que los cruces de peatones, son precisamente eso, y que los conductores deben respetarlos. Además, los choferes del transporte público reciben con amabilidad a los pasajeros y están muy bien informados de la ruta que manejan a diario, de modo que están preparados para ofrecer la información necesaria a sus pasajeros.
Esta es una escena cotidiana en ciudades como Buenos Aires, Montevideo o Río de Janeiro, y, hasta hace muy poco, en Santiago, pero una realidad un tanto lejana en ciudades como la nuestra, donde los controles son escasos o no funcionan, las leyes de tránsito son un saludo a la bandera, y el maltrato a los usuarios es tan cotidiano que se ha convertido en algo normal. Lo de siempre, el transporte público visto como un negocio y no como un servicio a la comunidad.
Lo mismo ocurre con el servicio de taxis. Probablemente le ha sucedido que cuando usted necesita trasladarse a determinado lugar, la mayoría de ocasiones con urgencia, el chofer del transporte liviano suele preguntarle a dónde se dirige, y si esto está en su ruta, probablemente, se ofrezca llevarlo. Luego, por añadidura, le pedirá que tenga sueltos para el pago de la carrera, de otro modo, recibirá una negativa. Si esto sucede en horas de la noche, entonces la cosa se pone peor. El taxímetro no existe. O si está dentro del vehículo permanece oculto, cubierto por una franelita roja. Historia aparte si el pasajero exige que el chofer encienda el taxímetro para que se le cobre una tarifa justa. O simplemente, para no morirse de las iras, el típico regateo del precio, por aquello de que la vida está cara. Entonces, producto del cansancio, dan ganas de decir: pare… yo me bajo aquí.
En últimas, a fuerza de la costumbre, nos hemos adaptado a un pésimo servicio de transporte, a la falta de control de las autoridades, y por ende, al caos vehicular. Si a esto sumamos, los altos niveles de contaminación del aire que han elevado los índices de enfermedades respiratorias como alergias, asma, gripes, entre otras, entonces el caso es serio.
Meses atrás, el colapso del Trébol destapó una ciudad caótica debido a la falta de planificación. No es una novedad que el crecimiento del parque automotor es también una consecuencia de la mala calidad del transporte urbano, interparroquial, pero hasta ahora no hay soluciones efectivas. Pero por otro lado, hace falta que los ciudadanos y ciudadanas se hagan escuchar y exigir su legítimo derecho a contar con un servicio de transporte seguro, cómodo y eficiente. Esa es una tarea de todos los días.

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