martes, 12 de agosto de 2008

Un fraile Dominico....

Artículo escrito para El Telégrafo por Rafael Polo Bonilla. Docente universitario.
Artículo escrito para El Telégrafo por Rafael Polo Bonilla. Docente universitario.

Un fraile dominico, Francisco de Vitoria -de la Universidad de Salamanca- en el siglo XVI se interrogó acerca de “la guerra justa” de la conquista española en las Indias, hoy América Latina. Se preguntó si es justo que a un pueblo que no había “hecho ningún agravio a los cristianos, ni cosa por donde los debiesen hacer la guerra” sea conquistado y destruido a nombre de la Iglesia y de la fe. Más aún, cuando los promulgadores de la fe asistían perplejos ante la novedad a la que se encontraban enfrentados, pues Abya-Yala los deslumbraba y no podían fácilmente entender. La guerra es injusta, dijo, no hay ni la menor justificación moral o teológica, para “robar y despojar a los tristes de los vencidos de cuanto tienen y no tienen (...) cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad”. Esta fue una de las voces cristianas religiosas que se levantó contra la conquista y la colonización. Protestó contra la injusticia de los poderosos y sus armas jurídico-teológicas con las que justificaban su “guerra justa”. Protestó contra la cúpula militar, política y religiosa de la Iglesia y de los Reyes católicos. No hay derecho, dijo, en conquistar las Indias, ni quitar las tierras a sus legítimos propietarios que son los indios. Sin embargo, como conocemos, se nos quitará la tierra, se destruirá el imaginario religioso y político del Incario, se quemarán pueblos y se destruirán las ciencias y los saberes, con la campaña de la cristianización del “nuevo mundo”. La tiranía de la fe, perdón de la cúpula eclesiástica, se halla en su enorme capacidad de no preguntar, de no dialogar, sino de dictar “declaraciones” para la obediencia de la “buena conciencia”, es decir, se le arrincona al creyente a que comulgue la dirección política de la cúpula de la Iglesia con el imperativo de “creencias no negociables”, desde las que aplauden las exclusiones, la inhumanidad del orden neoliberal, que se consagra en la Constitución de 1998, es decir, la Constitución vigente. No llaman a combatir la desigualdad, las discriminaciones, los exilios migrantes de ecuatorianos. Usan el lenguaje de la guerra, perdón de la catequesis, para componer filas contra la apertura democrática para una sociedad -no tan asimétrica y despiadada- como en la que vivimos. Llaman a la quietud y a la sumisión, perdón a la obediencia cristiana, para aceptar la injusticia, la impunidad, la calumnia por ser pobre o ser distinto. Se indigna, con poca vergüenza, ante los principios de la igualdad democrática, la igualdad de cualquiera con cualquiera sin importar religión, opción sexual o etnia. Se olvidan, incluso, del Dios del Antiguo Testamento, de Yahvé, que castigaba a quienes no ayudaban al menesteroso, al que necesita agua, pan y salud. Olvidan las enseñanzas de Francisco de Asís, de Bartolomé de las Casas, de Juan XXIII, que creían, qué duda cabe, en la palabra cristiana, por excelencia: humanidad. Se escudan en las “ambigüedades” para no comprometerse en la lucha contra la pobreza. Prefieren la paz de los cementerios, esto es, la impunidad. La Conferencia Episcopal se niega a cuestionar el poder jurídico del neoliberalismo excusada en “creencias no negociables”.

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